una flor en la playa en Formentera, foto mía
Este verano cambié de analista. Antes de tomar la decisión lo comenté con un par de amigos que me dijeron, “deberás ir encontrando el modo de concluir”. No sabía bien a qué se referían pero con el tiempo lo hice. La palabra concluir me resultaba todavía más enigmática. Cuando la decisión del cambio se hizo posible en mi cabeza, había algo que ya hacía tiempo había concluido, y en cuanto al resto no había nada que concluir, puesto que mi análisis continuaba, incluso se veía relanzado, en ciertos aspectos, mediante las preguntas o cuestiones que el cambio suscitaba y me obligaba a plantear e ir desplegando ante mí. Para el psicoanálisis la idea que tenemos de nosotros mismos, el yo, surge del encuentro con el otro. Se trata de una especie de imagen o relación especular que establecemos con nuestro semejante. El yo se constituye en torno a un centro que es el otro: la mirada, el deseo, incluso el objeto de deseo del otro serán determinantes para que yo establezca mi imagen, mi deseo, y mis relaciones con el objeto de mi deseo. El yo es ese amo que el sujeto encuentra en el otro, dice Lacan. Fuera de esta relación del yo con el otro, que para Lacan se encuentra presa de las trampas de lo imaginario y la certeza del delirio, añado yo, está la del sujeto que más allá de las imágenes, pregunta a un Otro que ya no es proyección, reflejo o ilusión virtual, sino un lugar en el que ir construyendo sentidos. Ese lugar suele ser desconocido, por eso decimos que lo interrogamos. En el análisis el analista evita quedar preso en la relación especular con el analizante, todo se organiza para que no hablemos con otro, sino que poco a poco nos dirijamos al Otro. Al cuestionar al Otro recibimos nuestro propio mensaje, nuestras respuestas. Con el tiempo nos damos cuenta de que no hay nadie más ahí respondiendo o construyendo respuestas ad hoc, así que las preguntas, a menos que nos las respondamos nosotros, pueden quedan sin contestar. El sujeto que se dirige al Otro es un sujeto que duda pero que sabe que cuando lo necesite podrá arreglárselas para encontrar alguna respuesta más o menos satisfactoria, más o menos temporal. Quien carece de dudas, sin necesidad de que se trate de una psicosis, está, para mí, más del lado de la locura. Quien por otro lado viva abrumado por ellas, aunque sea inconscientemente, y no logre responder a una buena parte de éstas desde ese lugar suyo que es el Otro ( el lugar de su deseo desconocido) y utilice a los amos que encontramos en los otros para hacerlo, también lo está. Tanto el que carece de dudas, como el que utiliza a los otros para no tener que responder él, tienen algo en común: hablan como si todo se pudiera decir en cualquier momento, como si todo se pudiera contestar, como si obturándolo todo con sentido pudieran acabar con las preguntas y los intervalos.
Una buena parte de lo que me alivia de China es precisamente eso: que no todo se puede decir en todo momento, aunque rebose verdad, aunque rebose certeza, uno dice lo que necesita decir por alguna razón y en un momento preciso, si no lo necesita decir, no lo dice y el siempre no existe. Sabe que su palabra no restituye ningún equilibrio cósmico, que lo atañe sólo a él, restituye en todo caso algo suyo. Entiendo que esta actitud no sea muy popular en nuestra cultura, y que yo me las arregle tan mal a veces para encontrar mi lugar aquí. Para Freud, según Lacan, la aprehensión de la realidad por parte del sujeto empieza cuando es capaz de decir esto no es mi sueño, o mi alucinación, o mi representación, es un objeto. En este sentido, aunque no sea así como la define el discurso analítico, la palabra también podría considerarse un objeto. Lo digo en ese sentido de extrañeza que puede causarnos, lo que nos distancia de ella. Hoy mientras pensaba en todo esto me acordaba de Bangkok y des sus ajetreadas calles... todo esto leyendo el título del penúltimo post de Bel, asociación libre, que diría Cacho de Pan.
june swoon
Hace 10 años