Tortuga en la isla Ishigaki, by
Tetsumaru Me ha llevado unos años pero finalmente empiezo a cernir algo de lo que me trajo hasta aquí por
el camino de lo chino-psicoanalítico. He avanzado lentamente, a mi ritmo, dando unos cuantos y fructíferos rodeos, tal que esta bonita tortuga japonesa, gracias en parte a este espacio. En términos psicoanalítocos podríamos decir que aquí he podido desplegar algo de mi síntoma, en el sentido de que el síntoma es una respuesta, una solución que encuentra el sujeto frente a una imposibilidad fundamental, que para nosotros
es “sexual”. -Cuando hablamos de sexo, nosotros también estamos hablando de otra cosa, más allá o acá que la pura relación sexual-. A mí lo que me interesaba era precisamente entender y poder hacer algo con
esa imposibilidad, y si elegí lo chino o lo psicoanalítico es porque ambos avanzan y se articulan alrededor de ella. Podía haber elegido la ciencia, que en cierto sentido también lo hace, pero es cierto que nunca tuve cabeza para ella, o el arte, que surge del encuentro con esos límites, pero aunque empecé por ahí tampoco me atreví. Fue a partir de
la escritura china y el uso de la lengua que entendí que para los chinos la representación directa de las cosas era imposible. Como ya he dicho alguna vez por aquí, su escritura ideofonográfica, su arte de la caligrafía es paradigmática de la concepción freudiano-lacaniana de la letra como borradura, represión, tachadura de la cosa, y como significante que
no significa nada en sí, si no es en relación a otros significantes. El objeto de nuestro deseo cuenta en tanto ausente, si deseamos es a partir de una falta o de una ausencia, y en la representación china, ya sea en la caligrafía o en la pintura, ese
vacío es estructural. Esa determinada manera de representarse el mundo tiene, según como lo veo, unos efectos en la manera de actuar, de utilizar el lenguaje y relacionarse con el otro que promueven el equívoco y lo que los chinos llaman
cortesía, esa manera de
no-actuar. Cuando hablan de la no-acción no creo en absoluto que se refieran a dejar de hacer, de decir o de responder. De lo que se trata es de ser capaz de producir una acción que tenga en cuenta la falla estructural, el fracaso del lenguaje, y que al hablar o al hacer uno pueda dejar las cosas en suspensión, sin cerrar sentidos ni concluir constantemente. La
experiencia del análisis nos enseña, además, que la falla no está únicamente en uno, sino que el Otro (los otros), al que creíamos garante de respuestas y felicidad, está igual de agujereado que uno. Como decía Juan Carlos Indart eso hace que al hablar el otro no se sienta excluido ni se produzca rotura del lazo social, y en eso, para mí, está la base no sólo de la ética sino también de la salud mental.
Muchos piensan que el psicoanálisis
está trasnochado, o que para lo único que sirve es para interpretar y para dar sentido, cuando lo que hace básicamente es ayudarnos a vivir sin tanto sentido. Lo cierto es que es de los pocos lugares donde aún se sigue reflexionando sobre ciertas imposibilidades de sentido, sin considerarlas como algo contingente y exterior, y aunque sólo sea por eso, su vigencia es radical. Me ha gustado mucho
el artículo de Miquel Bassols en el que analiza cómo ciencia (a través de las cifras y la medición) y psicoanálisis (a través de la letra) avanzan paralelas, señalando una diferencia fundamental: para nosotros la verdad tiene estructura de ficción, es puro semblante, no es real, los números,
las mediciones no son las cosas mismas, son otro tipo de letras, de mediadoras que no dan cuenta de lo que las cosas son, sino de nuestra simple interpretación. La verdad como semblante, lo llama. Un mundo sin lugar para el equívoco, sin lugar para la falla, sin lugar para la imposibilidad (de decirlo todo, de significarlo todo) es un mundo de locos, como éste en el que vivimos, y por eso cualquier intento riguroso de introducir algo del vacío en el discurso se hace imperioso.
Esta semana fui a ver el
último espectáculo de Roger Bernat, la Consagración de la Primavera. Más que ver debería decir “participar”. Al entrar, el espectador recibe un par de auriculares inalámbricos, y se encuentra en una sala semi-oscura sin un solo asiento, cercada por cuatro paredes de pizarra y unas tizas. A través de los auriculares escucha la música de la Stravinsky y la voz de una señora que va explicando, describiendo la escena y dando instrucciones sobre los pasos a seguir. Enseguida nos queda claro que no todos escuchamos las mismas instrucciones y que no todos decidimos participar de la misma manera. Después de escribir con unas cuantas palabras sobre la pizarra “colina”, "anochecer", "amanecer", "bosque", la escenografía ya ha quedado resuelta. El espectáculo se desarrolla a partir de lo que escuchamos por un lado, y de lo que vamos haciendo, a nivel individual y también a nivel colectivo por otro, ya que en seguida nos encontramos formando parte de una coreografía que recuerda
aquella de Pina Bausch, ya sea como árbol, como personaje o bailarín o sombra. Cuando la obra termina, uno se da cuenta de que, como en el análisis o como en la vida, la representación ha tenido lugar en su cabeza, y uno ha tenido una parte mucho más activa de la que creía tener, se ha visto obligado a tomar decisiones, a dudar de ellas, a interpretar, hacer y observar, en una rotunda soledad, rodeado de vacío. Bernat da un paso más en su trabajo iniciado con
Domini Públic y nos sitúa frente a nuestro propio deseo de espectáculo, frente a nuestra propia capacidad para dar o dejar de dar sentido, frente a nuestra responsabilidad subjetiva. Su trabajo es valiente, implacable y exquisito. A él le interesa dialogar con el psicoanálisis, ha leído a Zizek y se ha sentido cercano a pensadores afines, como J.Rancière. Creo que su espectáculo da buena cuenta de ello, no sólo como discurso sino también como experiencia.